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miércoles, 20 de febrero de 2013

El arte de la fuga en Madrid


- "Me van a matar"- dice él, sin descubrir quién o quiénes lo amenazan. Así que de momento  los posibles perpetradores  quedan a merced de mi florida imaginación. El triste trance ocurre entre tres días de fiesta. Del viernes 26 de abril al primero de mayo, que cae lunes. Hoy es jueves 25 de abril de 1986. Estamos en el Parque del Retiro.
Él es mi marido, el padre de mi única hija. Pero ahora es sólo un tipo grande, tirando a ancho, con casi dos metros de envergadura, que afirma que lo van a matar. Lo hace entre lágrimas negras (como mi viiida), lagrimones discontinuos, acompañados de moqueo vacilante.
Tiene cincuenta años, muy viajados por  Europa, Rusia soviética, y los dichosos países del campo socialista. Con alguna que otra breve incursión por  América Latina. Él ha tenido la oportunidad de visitar países que yo imagino como un gran mural entre pop y Diego Rivera. Sueño territorios plagados de curas justicieros, narcos, guerrilleros barbudos y románticos, etarras montañeros, poetas diciochescos, quilapayunes, quenas, soroches, chiles, cochayuyos, teólogos, tupamaros  o putumayos, y otros especímenes innombrables. Y no comprendo cómo soy capaz de recrearme en tan disparatada evocación  americana. Me atenaza  un problema real. Aquí y ahora.
 Son las once de la mañana, me digo.  Tengo que pensar, repito, mientras mis neuronas amenazan con estallar en constelaciones dispersas. Porque, si pienso que tengo que pensar, ¿entonces qué  hago en este instante?.  Existo, sólo existo. Voy por ahí conmigo. Con mi  ADN a cuestas. Tal vez he dado con  la clave de la meditación trascendental. Me pienso como materia pensante que se piensa. Semejante cacao neuronal me sobrepasa. Decido moverme. No se me ocurre nada mejor que andar por el parque.
 - No  vayas lejos, advierte él con esa cara de  angustia que no termina por provocarme compasión. Respondo que está bien, que se esté tranquilo, que no se preocupe,  y me marcho cuanto antes. 
Emprendo la décima vuelta en torno al estanque del Parque del Buen Retiro. Miro  las barcas, y  los paseantes con perros y niños. Ahí está la señora andrajosa alimentando con migas a las palomas.  Aves sanguinarias, y nada pacíficas. Reductos de dinosaurios con buena imagen.  Veo una familia feliz arrastrando un cochecito. Estoy ante un dilema. Y lo mejor que se me ocurre es consultar a una cartomántica.
- Chhheeé, que karma tenés- dice la adivina, y pide dos mil por el ala. A ti te pasa algo muy fuerte ché. Vos estás cargada de energía. Tenés un aura que espanta, añade ella muy docta. Negocio que por mil quinientas haga una predicción energética más precisa. Acepta descubrirme el arcano por mil quinientas pesetas en honor de la improbable afinidad continental que nos debería unir. 
 Yo no soy de ninguna parte, pienso. Paso de tambores, maracas, y bongoes,  panderos,  castañuelas, o quenas autóctonas de cualquier sitio.  Pero bueno, la cartomántica, cuya especialidad es el tarot, pregunta que de que sabor quiero el mensaje del más allá. Me entero que hay cuatro formas de echar las cartas. Es mi primera experiencia adivinatoria.
-Tú sabrás- digo.
Ella manipula el mazo de cartas muy manoseado pero bastante limpio. Lo corta y reparte en varias pilas, y  dice que escoja, y descubra las cartas. Lo hago, y a la vista de las figuras la argentina, porteña ella, se explaya en un discurso digno de un congreso latinoamericano de cartománticas del altiplano.
Desde su cátedra mínima, cuenta la historia de una mujer hermosa y tranquila que, dice ella,  abre con sus manos las fauces de un león.
- Sometiéndole a su poder- afirma mirándome fijo.
Explica la argentina que la mujer lleva un sombrero con la forma del signo matemático del infinito. Asegura que semejante tocado representa la fusión de lo mental con lo físico.
 -Jolín, si que voy fina con el infinito por montera. Así no se llega a ninguna parte en un universo finito, temporal,  de andar por casa, como es el mío- pienso. Y desisto de continuar escuchando el tratado de futurología porteña que se me ofrece por el mismo módico precio. Agradezco el pronóstico reservado, que prevé nubes y claros. Pago, y me despido. La futuróloga se me queda mirando con expresión profunda de  argentina cartomántica del Parque del Retiro.
Recorro el paseo como un zombi haitiano. Que sólo la acción confirma a la materia pensante. No es  de Groucho ni de Karl. Se me ha ocurrido a mí. A mí, que escribí una tesis con más de cien inútiles páginas sobre la neurosecreción de una fútil polilla de nombre Spodoptera frugiperda. La pobre S. frugiperda, que hace todo lo que tiene que hacer en quince miserables días, y después muere. Casi siempre entre movimientos con el abdomen, espasmódicos o lúbricos, según quién los mire. Sigue, sigue, sigue, así, así, lo estas haciendo muy bien, muy bien, y  arroja millones de huevos de los que saldrán millones de nuevas S. frugiperdas, que harán lo mismo.
Pero qué S. frugiperda ni S. frugiperda. Quiero  reflexionar. No me valen ni el realismo mágico de García Márquez, ni la Crítica de la Razón Pura, ni el Discurso del Método. Doy otra vuelta alrededor del estanque y regreso al banco de piedra donde reposa él. Por fortuna se le han secado las lágrimas.
Ahora tiene cara de cansancio, y propone que vayamos a tomar algo en el chiringuito de la otra parte. Respondo que está bien. Y me entretengo en contemplar como se deslizan las barcas por el estanque. Como si fuera domingo. Cuando uno sale a pasear, y apenas nota como pasa el tiempo hasta que se da cuenta de que ya es  hora de comer. Entonces pliegas el periódico, recoges los suplementos, el horóscopo, el cuadernillo infantil, y tiras el anuncio del banco Hispano en una papelera municipal. 
Cuán confusa, aturdida y transververada, estoy (Ayúdame Teresa, querida). Que no recuerdo ni quien soy, ni cómo me llamo. Pero entonces ocurre algo anormal. Descubro todos los colores del arco iris en esa luz cegadora que desdibuja su cara. Cada trozo de imagen se aleja como una galaxia en busca de su gran atractor. Escucho una detonación, y luego un gran estruendo. Lo seguiré oyendo una y otra vez.

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