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jueves, 28 de enero de 2016

Martí en Francia

Busto de José Martí ubicado en la plaza del mismo nombre en París, la capital de Francia. Foto:Cubadebate
Mucho se ha hablado de las Es­cenas norteamericanas escritas por José Martí, como una de las mejores muestras de la literatura hecha por este intelectual ilustre de todos los tiempos, alma cubana, esencia mis­ma de esta tierra caribeña. Resaltan en ellas la variedad de temas, el haber logrado imprimir textura, olor, sabor a las palabras usadas, y el po­der contar con precisión acontecimientos que ocurren a miles de kilómetros y todavía causan en el lector la sensación de haber sido testigo.
Bellas, conmovedoras, inquietantes, son las imágenes que recibimos, gracias a él, de los Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XIX. Mas no son las únicas.
Las Escenas europeas igualmente transparentan la brillante pluma del Héroe  Nacional de Cuba y reflejan fielmente los acontecimientos más relevantes de esa zona geográfica, donde España y Francia son sitios de privilegio, en tanto ha estado allí y tiene do­minio de la lengua francesa.
Desde la distancia, Martí sigue la vida en Francia y la descubre para los lectores de un modo en que hace “cátedra de la noticia; laboratorio del suceso”. Su trabajo recoge no solo as­pectos de la vida política, como la constitución de la nueva Cámara y las relaciones con Italia, asuntos en los que profundiza y brinda análisis que todavía hoy nos ayudan a comprender el universo de la época, y en especial las relaciones de expansión y resistencia a esta que comenzaban a producirse; sino que aborda otros tópicos como los científicos, sin dejar a un lado la fascinación por la vida cu­ltural parisina, expresada en la ri­queza de propuestas teatrales, en su literatura, en las personalidades.
En sentido general, en estas escenas el Apóstol muestra su admiración por los franceses y su cultura, más allá de las artes, porque para él no tenía “el trabajo humano mejor tienda de campaña, ni las ciencias más ocupado laboratorio, ni las letras más asiduo devoto que París”.
De la mano de Martí asistimos a la rendición de un grupo de bonapartistas, a las revueltas en Túnez, a la caída de un gobierno. De su mano viajamos al dolor de la catástrofe y las fiebres, a la deliciosa locura de los teatros, descubrimos los encantos de Sarah Bernhardt y vivenciamos el cum­­­pleaños 80 de Víctor Hugo.
Martí describe de tal modo las ce­lebraciones por el aniversario del poeta francés, que es como si nos transportara hacia las calles de París con sus colores, con el bullicio de los vítores, como si pudiésemos presenciar la fiesta de los artistas y el movimiento en los teatros. Y es que en sus letras se traduce la alegría que siente la gente y llena su corazón, porque también para él el 25 de febrero es un día hermoso.
De la mano de Martí conocemos a Víctor Hugo y aprendemos a amarlo como a un buen amigo y a respetarlo como a un padre.
El encuentro
Con 21 años y el dolor de Cuba en medio del pecho, llegó José Martí a Francia. Muy temprano había conocido el joven los rigores de la prisión y había templado su espíritu en la fragua del sacrificio para convertirse en uno de esos seres humanos que abrazan la luz, —la estrella cegadora que ilumina y mata— y son capaces de entregarlo todo, de abandonar todos los amores y las comodidades del mundo, por un amor más grande: amor a la Patria, amor hacia los demás hombres, porque eso es también la defensa del bien y la justicia.
Acababa de terminar sus estudios en la Universidad de Zaragoza y esperaba con ansias poder reunirse con su familia, lo cual sucedería más tarde en México. Fue entonces que París le abrió sus puertas y disfrutó de museos, teatros, monumentos, jardines y bulevares; pero ningún acercamiento a Francia estaría completo sin llegar a conocer a Víctor Hugo: el escritor, el humanista, el defensor de los oprimidos, el hombre que en sí mismo encarnaba el espíritu francés que el futuro Apóstol de la independencia cubana tanto admiraba.
La edad los separa, mas no las circunstancias de la vida: los dos se han debatido en el conflicto familia-pa­tria, los dos han vivido el destierro, los dos aman la poesía, las artes, y quizá por esas similitudes, es que crecen en Martí el respeto y el cariño, arropados además en el convencimiento de que Hugo es un hombre que ha abrazado como suyas las causas por la libertad y la justicia, y entre ellas la lucha de los cubanos por su independencia. El joven Martí lo sabe y de ese conocimiento viene también su veneración.
En distintos momentos el autor de Los Miserables habló a favor del de­recho de los cubanos a decidir sus destinos, desde que poco después de iniciarse la Guerra de los Diez Años, las cubanas que vivían en Nueva York fundaran la “Liga de las Hijas de Cu­ba” y le escribieran para darle de­talles de la guerra contra la metrópoli española. A ellas respondió en 1870: “Mu­jeres de Cuba, oigo vuestra que­ja. Hablaré de Cuba. Ninguna na­ción tiene derecho a asentar su ga­rra so­bre otra. Un pueblo tiranizando a otro pueblo, una raza sorbiendo la vida de otra raza, es la succión monstruosa del pulpo, y esta absorción espantosa es uno de los hechos terribles del siglo XIX. Mujeres de Cuba, no lo dudéis: vuestra patria perseverante recibirá el premio de su esfuerzo. Tanta sangre no se habrá vertido en vano, y la magnífica Cuba se erguirá un día libre y soberana entre sus augustas hermanas, las repúblicas de América”.
Quizá en todo ello pensaba Ma­r­tí cuando finalmente se le presentó la oportunidad de conocer a este gran hombre. El poeta Auguste Vacquerie fue quien propició el en­cuentro. Para él había realizado el cu­bano la traducción al español de algunos de sus versos, por lo que no es de extrañar que tal vez sus elogios hacia el joven complementaran su simpatía natural y terminaran por convencer a Hugo de darle su obra Mes fils, dedicada a sus hijos muertos Charles y François Víctor, para que realizara la traducción, a pesar de que no se trataba de un profesional experime­n­tado.
En las palabras que introducen la traducción de Mes fils, Martí expresa razones literarias y humanas por las cuales Víctor Hugo lo conquista y señala la universalidad de la obra del autor al descubrir en ellas una inteligencia que va más allá de los idiomas.
Martí traduce a Víctor Hugo des­de el alma, como si al leer su literatura estuviese leyendo en su propio corazón.
Nunca más después del encuentro en el que nació la traducción de este libro, se vieron el patriota cubano y el patriarca francés, sin embargo una y otra vez encontramos al poeta entre las páginas del Apóstol, como una presencia vital, como una guía. Martí lo consideraba uno de los hombres más grandes del siglo XIX y lo igualaba al luchador por la libertad Giuseppe Garibaldi: “Cuando se mi­re atrás desde lo porvenir, se verán en la cúspide de este siglo grandioso un caballero cano, de frente acumulada, mirada encendida y barba hirsuta, vestido de vulgares paños negros: Víctor Hugo; y un jinete resplandeciente, de corcel blanco, capa roja y espada llameante: Garibaldi”.
Probablemente esta es la razón por la cual algunos investigadores asumen que el elogio más preciado que le hicieron en vida a Martí fue el del es­critor argentino Domingo Faus­tino Sar­­miento, quien desde la cumbre de su fama recomendaba a Paul Groussac que tradujera a Martí al francés con estas razones: “En español nada hay que se parezca a la salida de bramidos de José Martí, y después de Víctor Hugo nada presenta la Francia de esta resonancia de metal”.
Sin embargo, no fue solo el genio literario de Víctor Hugo lo que despertó en José Martí tamaña admiración, sino sobre todas las cosas su profundo humanismo y generosidad, expresados en acciones como la donación de dinero a los pobres de París (10 000 francos), hecho al que hace alusión en uno de sus trabajos para La Opinión Nacional.
Para Martí la lectura de la obra huguiana es liberadora del pensamiento y del arte encauzado en las luchas del hombre, y como tal es imprescindible para los pueblos de América que han conquistado la li­bertad, mas todavía no tienen una literatura propia. No es de extrañar en­tonces que les hable de Víctor Hu­go a los niños del continente  a través de La Edad de Oro y sea una de las personalidades escogidas para presentar en Músicos, poetas y pintores.
Mas no es solo en su condición de poeta que el autor de Los castigos se convierte en un referente, sino esencialmente por sus cualidades como ser humano que se revelan en su obra y sus actos. El Apóstol coloca a Hugo en “el lugar del modelo ideal: el poeta que cumple la misión a que lo compromete su talento, la tarea de mejorar el mundo”.
Ese es el principal punto de aproximación de las poéticas de Martí y Hugo: la concepción común del poe­ta como anticipador del futuro, co­mo hombre comprometido éti­ca­men­te con la humanidad. Es así que la lira, hecha de robustos troncos y cuerdas de oro, donde se posan a la par, para asombro de los hombres, las águilas y las palomas, la fuerza de imaginación, esa que da vida a cosas colosales, las novelas con las cuales vindicó la libertad asesinada; transforman a Víctor Hugo en el hombre poético de la época que les tocó vivir, en un padre.
¿Fue Víctor Hugo el espejo al que quiso asomarse Martí para verse a sí mismo? Sí, en tanto encarnó el es­píritu de su tiempo, y no hay para el más universal de los cubanos un me­jor modo de servir a los demás. No, en tanto nunca aspiró a verse como un renovador de la Lengua o como el más encumbrado exponente de un movimiento literario, aunque a la pos­tre su genialidad le gran­jeara se­me­jantes calificativos.
Martí, esencia misma del alma cu­­­bana, bebe de la universalidad hu­­guiana, de su fuerza imaginativa y pa­­­labra renovadora, y crea su propio uni­­verso, donde el poeta romántico es referente obligatorio. Así se enlazan lo más genuino de Cuba y uno de los patriarcas franceses, así quedan hermanadas Cuba y Fran­cia en un encuentro que trascendió el año de 1874 y se eternizó en las palabras de un Martí que se volvió inmortal, co­mo su maestro.

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