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sábado, 30 de noviembre de 2013

Médicos cubanos en Haití

Un grupo de sanitarios cubanos trabajan en "Isla de la Tortuga, Haití".

 reportaje de LEANDRO MACEO LEYVA, ENVIADO ESPECIAL

 Situada al noroeste de Haití, con una superficie de 180 kilómetros cuadrados y unos 27 mil habitantes que viven de la pesca, el comercio y del turismo alimentado por las historias de piratería, la Isla de la Tortuga debe su nombre al descubridor del Nuevo Mundo, Cristóbal Colón, quien al avistar sus costas la bautizó así por el dibujo que ofrecía su geografía.
Barco velero camino a la Isla.
Barco velero camino a la Isla.

 
El enfermero-intensivista Royler Valdivia durante el viaje.
El enfermero-intensivista Royler Valdivia durante el viaje.

 
Rodeada de aguas cristalinas de color azul intenso, con una temperatura tropical y una frondosa vegetación marcada por diversas especies de palmeras, ese pequeño enclave montañoso parece haber nacido para entrar en la leyenda —un paso que podría haberse producido de manera definitiva.
Como en el resto del país, la mayoría de los habitantes son de raza negra, los idiomas oficiales son el francés y elcreole y la población es mayoritariamente católica.
Conocida como la isla de los piratas, pues durante el siglo XVII fue un bastión para los bucaneros y filibusteros que surcaban el mar Caribe, el territorio acogió a personajes ilustres del mundo del pillaje. Quizás, el más encumbrado fuera el británico conocido como Barbanegra, quien se afincó en sus costas.
Su reputación de albergue de los filibusteros hizo de la isla un motivo de inspiración para escritores como Emilio Salgari, Robert Louis Balfour Stevenson o Walter Scott, presentes en obras cumbres de la literatura como El Corsario Negro, La Isla del Tesoro y El Pirata, respectivamente.
La curiosidad hacia ese mundo de la piratería me llevó a indagar sobre la Isla de la Tortuga, patria y refugio de aventureros. Quería conocer de aquel pasado agitado y entender el porqué. Todos coinciden en que una vez que la habitas, es imposible no sentir que te sostienes sobre un suelo condenado a un extraño maleficio de soledad, mientras una sospechosa calma preside sus 400 metros de altura, hasta convertirla en una tierra de olvido.
"Hay médicos cubanos en la Isla de la Tortuga", exclamó con asombro en una ocasión un amigo, al intercambiar información sobre el alcance de la Brigada Médica Cubana a lo largo y ancho de la geografía haitiana. Ese también fue otro de mis móviles para visitar el legendario enclave.
El día que viajamos era tranquilo, pues los haitianos dormían, me dice Royler Valdivia, un joven enfermero-intensivista, quien ha pasado 18 meses allí y servía de guía en un viaje que comenzó en el puerto de Port-de-Paix (cabecera departamental del noroeste de Haití), sobre un barco velero que navega en pleno siglo XXI.
Interior de la Isla.
Interior de la Isla.
 
Según cuenta Royler, a veces el mar está "difícil" y los haitianos se ponen a orar, como si "presintieran" algo malo. Aún así, él hace el trayecto confiado, viaja en la orilla de la embarcación como uno más de los cincuenta nativos que generalmente lo acompañan en la travesía que repite dos veces al mes, al principio y al final.
Todos lo conocen en el barco La Salles, un negocio que da de comer a la familia, y a bordo del cual ha debido cooperar, en ocasiones, con los ajetreos propios del desplazamiento.
Mientras navega, Royler no olvida su condición de especialista cubano. Lleva consigo tabletas de gravinol y un pomo con agua, los cuales comparte, fundamentalmente con los niños.
Habla de la "letanía" de los viajes, de los retornos que resultan ser "más calmados", de los delfines que lo despiden de vez en vez, y de la "bondad" de los haitianos que lo transportan. Los mismos que esa tarde nos aproximaron seguros hasta la isla, aquellos que nos dieron la mano para abordar una embarcación más pequeña para alcanzar el muelle, y con quienes escalamos —sobre una motocicleta— las erguidas inclinaciones del terreno.
Una vez en tierra firme, Royler deberá no solo enfrentar cualquier urgencia médica que se presente, sino además, la ausencia de electricidad y de cualquier vestigio del mundo moderno, mientras contempla cada tarde la puesta del sol y las embarcaciones que regresan, como expresión de que el día llega a su fin. Pero él permanecerá a gusto dos años allí. Seguirá viajando impulsado por el viento y quién sabe, tal vez un día, decida escribir su propia leyenda.

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