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martes, 10 de mayo de 2011

Una kochka moscovita.

Cuando apareció, sucia y maltrecha, en medio de un bosquecillo de abedules, pensamos que le quedaba poco de vida. Nos miró con la indiferencia de quienes se saben desauciados. Vladímir le dejó un cuenco con leche. Su madre vaticinó pensativa que no llegaría a ver la luz del próximo día. En Rusia, o al menos en algunas partes de ese país inmenso, cuando se despide a un muerto uno se toma de un trago un buen lingotazo de vodka. Y a otra cosa.
A las siete de la mañana el cielo presagiaba tormenta. Sin embargo una hora más tarde brillaba el sol.
La temperatura no rebasaba unos 20 grados Celcius, lo propio del clemente verano moscovita.

En el cuenco no quedaba rastro de leche. La gata yacía tiesa y bocarriba. Pero todavía no estaba muerta. Vladímir soltó una carcajada que estremeció el bosque. Las urracas y los gordos cuervos presentían un festín.
Pero se quedaron con hambre. El animal resultó ser delgado, fibroso y duro. Sólo su pelambre espesa e intrincada le daba aspecto de bola de peluche algo asquerosa. A penas se le veían los ojos. Mucho más tarde supieron que eran verdes y extremadamente inquietos. La gata tomó posesión de la casa. La madre la llamaba Katiushka. Pero ella no solía hacerle mucho caso a la buena mujer. Un día desapareció y regresó al cabo de tres meses. Traía consigo seis pequeñas bolas de distintos tonos de blanco. Vladímir estuvo un buen rato acariciando a los cachorros. Luego siguió con sus algoritmos para completar un programa que venía a ser como una fuga de Bach. Su viejo Lada reposaba en un garaje que había sido una trinchera durante la guerra. Le gustaba tenerlo a punto. Nadie más que él le ponía una mano encima. "Sólo soy un soldado", penso. "Hay que dejarse ir". Su ordenador de mesa, de un modelo viejo y nada lujoso parpadeaba mientras sus dedos delicados pero con una evidente fortaleza recorrían el teclado. Unas manos de venas gruesas. Azules. Muy fáciles de pinchar con una aguja fina.

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