Antes de incluir en codón desastre el presente artículo, solicité su opinión a una psiquiatra del Centro de Salud Mental (CSM) de Figueres, donde funciona un servicio para adultos así como especialistas en salud mental infantil y juvenil. Lo encontró acertado. "Responde a la realidad", me dijo. También he encontrado datos en "The New York Times". Si se escatima presupuesto en la atención mental de soldados en activo o retirados, se les condena a padecer enfermedades mentales graves. Sus familias sufren las consecuencias. Las enfermedades mentales con frecuencia se ignoran. No se llegan a diagnosticar. No se tratan. Existen antipsicóticos de nueva generación, que, aunque no son perfectos, controlan los síntomas y permiten al paciente llevar una vida normal. La vida militar es estresante. Genera cambios imborrables en el cerebro.
Que la Administración estadounidense desproteja la salud mental de quienes han servido a su país en destinos peligrosos, es casi un delito. Y existen muchos agravantes: en ocasiones se obliga a los soldados a perpetrar acciones de muy discutible ética.
Con aspirinas no se curan enfermedades malignas
Para que no cometan suicidio o se conviertan en homicidas en sus barrios, EE.UU. cree resolver el problema de sus soldados con 125 millones de dólares, pero no es cuestión de dinero.
Los esfuerzos de las autoridades militares para prevenir las enfermedades mentales en sus tropas son inefectivos. Lo afirma el diario USA Today, que acude a los criterios dados a conocer por el estudio de un panel de científicos.
La cuestión es que el Ejército ha creado un programa para tratar a un millón de soldados, que han participado en las guerras de Iraq y Afganistán, y les cuesta 125 millones de dólares; pero es evidente que sigue en aumento el número de quienes son diagnosticados con PTSD (Desorden de estrés postraumático), prácticamente mil cada semana.
Y en realidad, las entidades de quienes hacen las guerras han producido no un solo programa, sino docenas de ellos. Todo parece indicar que no funcionan, y el propio Pentágono requirió el estudio.
A la conclusión de la ineficacia del costoso programa y esfuerzo del Ejército —llamado Comprensiva buena forma del soldado—, ha llegado un comité de 13 expertos del Instituto de Medicina de las Academias Nacionales —que han sido avalados por los registros del Departamento de Asuntos de los Veteranos—, y entre quienes se encuentra David Rudd, vicerrector de la Universidad de Memphis y toda una autoridad sobre el suicidio entre militares, quien enfatizó: «No hay indicaciones sustantivas de efectividad y lo más importante, no hay evidencia de un impacto duradero».
La situación es que desde que el programa se inició en el año 2009, el número de suicidios se ha incrementando, por lo que no puede verse con optimismo este esquema preventivo que debe enseñar a soldados y sus familiares a mirar con confianza y tranquilidad la vida, cultivar fuertes relaciones sociales y ser emocionalmente flexibles ante las circunstancias.
En la vida real, el programa no previene enfermedades mentales que son contraídas en los escenarios bélicos, donde en más de una década han sido testigos de cualquier tipo de horrores y también crímenes de guerra.
De ahí vienen, cuando menos, la marcha cual zombies, las conductas inciertas ante las adversidades, la constante falta de sueño o las terribles pesadillas, el temor a la vida social o su rechazo, la ansiedad, la depresión y hasta el abuso de sustancias tóxicas, y también cosas tan graves como violencia intrafamiliar o hasta ira asesina.
Las guerras de Afganistán e Iraq también han malparido otro dramático fenómeno, una generación de veteranos con lesiones cerebrales. El Centro de Defensa y Veteranos con Heridas Cerebrales —citado por el diario The Wall Street Journal— tiene cifras escalofriantes de vidas truncadas de manera tan espantosa: entre el 1ro. de enero de 2001 hasta el 30 de septiembre 2013, más de 265 000 efectivos estadounidenses sufrieron heridas en el cerebro, la mayoría hasta cierto punto leves. Pero unos 26 250 han sido golpes penetrantes en la cabeza y en el cerebro, clasificados entre moderados y severos.
Planes y programas no van a la verdadera razón de estos males, cuando la solución a los costos monetarios y sobre todo los humanos sería fácilmente encontrada. Solo hay una forma de prevención: terminar las guerras, incluidas las ocultas o enmascaradas en conflictos fraticidas, y no iniciar nuevos combates desde la prepotencia, desde la avariciosa pretensión de ser dueños y señores del mundo y de sus riquezas.
Las aspirinas no curan males mayores, los tumores malignos necesitan generosas cirugías radicales.
La cuestión es que el Ejército ha creado un programa para tratar a un millón de soldados, que han participado en las guerras de Iraq y Afganistán, y les cuesta 125 millones de dólares; pero es evidente que sigue en aumento el número de quienes son diagnosticados con PTSD (Desorden de estrés postraumático), prácticamente mil cada semana.
Y en realidad, las entidades de quienes hacen las guerras han producido no un solo programa, sino docenas de ellos. Todo parece indicar que no funcionan, y el propio Pentágono requirió el estudio.
A la conclusión de la ineficacia del costoso programa y esfuerzo del Ejército —llamado Comprensiva buena forma del soldado—, ha llegado un comité de 13 expertos del Instituto de Medicina de las Academias Nacionales —que han sido avalados por los registros del Departamento de Asuntos de los Veteranos—, y entre quienes se encuentra David Rudd, vicerrector de la Universidad de Memphis y toda una autoridad sobre el suicidio entre militares, quien enfatizó: «No hay indicaciones sustantivas de efectividad y lo más importante, no hay evidencia de un impacto duradero».
La situación es que desde que el programa se inició en el año 2009, el número de suicidios se ha incrementando, por lo que no puede verse con optimismo este esquema preventivo que debe enseñar a soldados y sus familiares a mirar con confianza y tranquilidad la vida, cultivar fuertes relaciones sociales y ser emocionalmente flexibles ante las circunstancias.
En la vida real, el programa no previene enfermedades mentales que son contraídas en los escenarios bélicos, donde en más de una década han sido testigos de cualquier tipo de horrores y también crímenes de guerra.
De ahí vienen, cuando menos, la marcha cual zombies, las conductas inciertas ante las adversidades, la constante falta de sueño o las terribles pesadillas, el temor a la vida social o su rechazo, la ansiedad, la depresión y hasta el abuso de sustancias tóxicas, y también cosas tan graves como violencia intrafamiliar o hasta ira asesina.
Las guerras de Afganistán e Iraq también han malparido otro dramático fenómeno, una generación de veteranos con lesiones cerebrales. El Centro de Defensa y Veteranos con Heridas Cerebrales —citado por el diario The Wall Street Journal— tiene cifras escalofriantes de vidas truncadas de manera tan espantosa: entre el 1ro. de enero de 2001 hasta el 30 de septiembre 2013, más de 265 000 efectivos estadounidenses sufrieron heridas en el cerebro, la mayoría hasta cierto punto leves. Pero unos 26 250 han sido golpes penetrantes en la cabeza y en el cerebro, clasificados entre moderados y severos.
Planes y programas no van a la verdadera razón de estos males, cuando la solución a los costos monetarios y sobre todo los humanos sería fácilmente encontrada. Solo hay una forma de prevención: terminar las guerras, incluidas las ocultas o enmascaradas en conflictos fraticidas, y no iniciar nuevos combates desde la prepotencia, desde la avariciosa pretensión de ser dueños y señores del mundo y de sus riquezas.
Las aspirinas no curan males mayores, los tumores malignos necesitan generosas cirugías radicales.
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