Anders Behring Breivik, un noruego de 32 años, no fichado por la policía, es el autor de al menos 91 asesinatos perpetrados durante un ametrallamiento en una acampada y con una bomba en el centro de Oslo.
Si se contempla su fotografía exhibida en Facebook nada hace pensar que el sujeto es un criminal. El entrecejo ligeramente fruncido. La mirada esquiva, dirigida hacia algo que se oculta al espectador. Cierto descuido en el atuendo y la enérgica mandíbula resultan mínimamente inquietantes.
Pero Lombroso se equivocaba: no hay un perfil fisonómico que señale a un asesino. Todos somos asesinos en potencia.
El verdadero mal está en la mente. En la profunda patología que es despreciar la vida ajena. En una carencia absoluta de empatía frente al sufrimiento del otro. Lo que se dice una personalidad psicopática.
De Behring Breivik se ha dicho que sostenía una ideología cristiana ultraconservadora especialmente contraria al islam.
Y aquí tenemos el conocido problema de los fanáticos de cualquier pelambre: de quienes pretenden sustentar sus creencias a golpes de pistolas y bombas y a cualquier precio imponer sus presuntos valores.
El asunto constituye una verdadera tragedia para un país como Noruega, que a penas suele figurar en las noticias porque no allí, al parecer, no sucede nada aciago. Pero no deja ser una llamada de atención para recordarnos que convivimos con el mal. Que nos roza cada día bajo múltiples vestiduras. Y que de locuras como la ocurrida en Noruega nadie está a salvo.