Llego a casa
derrengada. He pasado la mañana disfrutando del festivo, del 3 de mayo, fiesta
mayor en Figueres, Alt Empurdà (CAT). Son las “Fires y Festes de la Santa Creu”.
Primero estuve
en la 34 Fira del Llibre Vell, lo que para una letraferit como yo es un gustazo, un colocón. A diferencia del año
anterior, cuando fui con Vladimir, un moscovita programador y amante de la hípica, en la de mayo de 2014,
los libreros parecían desanimados.
Habían muchos
paseantes, golosos de la letra impresa y cazadores de algún incunable, pero dudo que los comerciantes de un sector
tan castigado, (puteado) “llenaran la buchaca”, que viene a ser “hacer caja”.
Encontré un
libro precioso:“The Cat and the Devil”, en versión de James Joyce, joyita que me ofreció Erik Rabinad, de Hnos Rabinad. También de su parada cogí “El gato elefante”, diminuto texto con una siamesa
como protagonista. Ambos asequibles a mi magro presupuesto y espacio vital.
Soplaba (bufaba, que se dice en Catalunya) una
tramontana fría, violenta, energética. Menos mal que llevaba un pantalón de
cuero y la chupa correspondiente, que si no me quedo tiesa. Abandoné los libros
por las especialidades gastronómicas de la Rambla figuerense.
Me detuve en la parada de Can Gaburra, La Pinya,
(Girona) donde la dueña me explicó que en su comarca muchos llevaban ese
patronímico de “burra” que aludía a la preferencia de la pagesia por dichos cuadrúpedos, más dóciles que los caballos.
Ya en casa dudo
entre ponerme una peli casi gore “La
última casa a la izquierda” o salir a andar para compensar los quesos, los dos
canapés de queso de cabra, las butifarras negras, chicharrones y el lomo
embuchado.
Al final me disfrazo de Trinity en “Matrix”, salvo que en lugar de
cuero lustroso y sexy, me calzo un térmico negro de Decatlón y una camiseta
(negra) de Lidel. Abrigan y dan cierto aspecto decente en día de fiesta.
Pillo un
pequeño cuchillo de cocina, cojo un
guante y una bolsa de plástico. Me cuelgo el llavín al cuello, como los niños
alemanes, y salgo a explorar los descampados del barrio.
No hay un
alma en la calle. O el personal está viendo el fútbol o echándose la siesta.
Detrás de un aparcamiento próximo a los juzgados descubro plantas de hinojo,
mimosas. Hay caracoles, muchos caracoles. Amo los gasterópodos. Están
buenísimos. Pero dudo que los que pululan por aquí sirvan para comérselos. Hay
que salir al campo. Donde no comen porquerías. Corto un poco de hinojo y una
planta suculenta. Tenía la intención de llevarme algo de manto vegetal, pero al
final decido andar.
Pasada la
comisaría de los Mossos D´escuadra,
accedo a la antigua Nacional II, a la altura del supermercado Esclá. La tramontana pega duro y casi derrapo.
Me detengo a cobrar equilibrio y
es entonces que me
aborda un hombre de ojos azules. En un principio pensé pasar de largo. No
hacerle ni puto caso. Esquivar un posible mal rollo.
Pero lo miré
mejor y me di cuenta de que al tipo le pasaba algo.
No se me aproximó. Hablaba en
voz baja. No había ni pizca de chulería
en su actitud. Explicó, en italiano, que quería llegar a la estación del tren y
de los autobuses. Pensaba que andando recto lo iba a tener fácil. Era de
Sicilia.
Tal vez por mi amor a Italia o por el evidente desamparo del guiri, con pinta de perro
apaleado, una pequeña mochila decorada
con un enano de Blanca Nieves, triste y ridícula a la par, decidí acompañarlo
un trecho, encaminarlo a la estación. Yo ya quería regresar a casa, que la tramontana
bufaba que daba gusto. Chao amore.
Para mi
sorpresa, cuando lo interrogo, porque me extraña encontrarlo donde estábamos, averiguo
que viene de Barcelona. Me dice que en las Ramblas de la capital de Catalunya
le han robado 300 euros. Que carece de pasaje para regresar a Italia. La cosa
casi me suena a culebrón de Vittorio de Sica, a timo de la estampita o a mucho
morro a la italiana. Ha equivocado la presa.
Le propongo ir a los “carabinieri”. A que le cuente
su vida a los maderos, pensé. Estaba segura de que si era un jeta se negaría a realizar trámites ante las autoridades españolas. No
resulto así.
En la
ventanilla de recepción de la comisaria de los mossos mostró cierta ansiedad por ser atendido. Se identificó al agente
de guardia lo mejor que pudo. Yo dejé claro que no tenía nada que ver con el sujeto, que “Ío parlo un picolissimo italiano”, y lo había acompañado para
hacerle un pequeño favor.
Poco después
apareció el oficial (caporal, que es el grado militar siguiente a mosso raso) que le tomaría declaración. El siciliano y su mochila con el enano desaparecieron en el despacho correspondiente, que es donde se
atienden esas diligencias.
Como medida
precautoria había metido el cuchillo de cocina dentro del guante sucio. No es
cosa de permanecer en una comisaría con un arma blanca. No pasó mucho tiempo sin
que el policía que llevaba el caso me invitara a sumarme a la reunión.
Cuando le
informé que portaba un “objeto punzante”, sonrió burlón. “Espero señora que no
me pinche", dijo. Presiento que,
como en “Casablanca”, es el inicio de una gran amistad, pensé.
Lo que vino
después fue un poco desconcertante. Aquel italiano parecía encontrarse en algo
parecido a un estado de confusión témporo espacial. Vulgarmente dicho, empanado.
A duras penas
y con mi difusa colaboración lingüística, el caporal logró precisar su fecha de
arribo a Barcelona, el miércoles, que el oficio del sujeto era carpintero.
Pero
hubo un momento en que todo pareció desmoronarse. Nos intrigó qué demonios hacía
vagando por Figueres y sobre todo cómo había llegado. El tipo no entendía y el
policía (y yo también) empezaba a estar harto de aquél presunto tarado.
Mientras
tanto me preguntaba por qué siempre me metía en fregados. La tarde metida en
una comisaría. En un día festivo. Menudo plan. Pero lo cierto es que lo estaba
disfrutando.
Al final el oficial,
algo impaciente, como son ellos, bruscos, cortantes, que con lo que les toca no
pueden andarse con pijadas, correctos sí, pero no siempre amables, que no hace
falta, no es lo que marcan los protocolos, harto del embolado, de aquel tipo
lelo, tuvo suficientes datos para componer el dichoso atestado.
Y,
mecanógrafo apresurado, vertiginoso diría yo, produce el folio que resumiría
la mala suerte de aquél inocente procedente de un pueblo perdido de Sicilia, de
la Sicilia de naranjos y mujeres enlutadas, de esa tierra deslumbrante: el tío
(nacido en 1979) viaja a Barcelona (en avión) en busca de faena y con lo que se
topa es con tres rufianes que lo inmovilizan por la espalda en una callejuela aledaña a las
Ramblas de Barcelona, despojándolo de sus únicos 300 euros (para una es dinero,
pobre, menudo palo, no te jode) aunque sin amenazas ni daños.
No hubo
navaja en la yugular ni esas cosas
chungas de las que hacen erizar el vello. Nada de sangre (lástima, prou
de análisis de ADN forense).Se me ocurre
que fue todo un detalle de los ladrones.
Asaltar a un tipo humilde, portador de
una pequeña mochila con un enano, tan gilipollas (o confiado y decente) que es
capaz de vagar por las callejuelas de Barcelona sobre las nueve de la noche,
parece cosa de delincuentes de poca categoría.
El asalto posiblemente tuvo lugar así: dos individuos jóvenes, blancos y a los que la víctima no pudo ver la cara, lo inmovilizaron por la espalda. Otro, de frente, le sacó la billetera, extrajo el dinero y se la metió de nuevo en el bolsillo. Salieron corriendo y allí terminó el incidente.
En la cartera que nos mostró el italiano portaba su documento de identidad (en feble
cartulina manoseada y escrito a máquina), una foto suya con su pequeña hija, y dos estampas religiosas: una del padre Pío
(con pinta de colocado alucinante) y otra de la bella madonna, madre de Jesús, pobre y humilde, según se cuenta.
Entre
el madero y yo emprendemos lo que para los ejecutivos es un brain storming, para tratar de ayudar al hombre. Que si Cáritas, que si llamar al Consulado Italiano, que el tipo llame a su casa. Era día festivo. Un largo puente. Nada que hacer.
El mosso le pregunta que si no tiene encima
una tarjeta de crédito. Y el siciliano dice que no. Que no posee tarjeta de
crédito (los bancos no ofrecen tarjetas de crédito así como así, faltaría
plus).
Entonces (tal
vez gracias al padre Pío psicótico que el siciliano venera) el policía produce
una idea brillante. “Ya está. Vete a la Junquera”, dice (y yo pienso que
lo manda a un puti club a ver si una
señora de buen ver le hace un favor, porque el italiano vestido de Gucci o
hasta con su propia ropa grunge, que
dirían los periodistas finos del “El País Estilo”, resulta potable. Le falta un molar, pero tiene
el resto de los dientes sanos, blancos, en fin. No está mal. No apesta. Ni es nada
feo.)
Pero no. El objetivo del policía es que el siciliano regrese a su casa (o a donde sea: está separado de su
mujer) sin otros percances. Librarnos del siciliano. No podemos hacer nada por
él. Caso resuelto. Bien por el caporal preguntón al que envidio su velocidad al
teclado (y la Walter molona).
La Junquera
(antigua aduana de España con Francia) posee amplios aparcamientos donde pernoctan,
repostan, o se alivian, transportistas, camioneros de
toda Europa. Hasta los de la Fórmula 1. Allí se encuentra el único “Museo del
Exilio”de España. También está el “Club Paradise”, que según los
expertos en burdeles finos es “el mayor de Europa”.
“Te vas a la
Junquera”, insiste el policía D. Pero el individuo compareciente permanece impávido. No
se entera. El oficial, como haría un sufrido maestro de escuela primaria,
tira de boli y traza un mapa para dejarle claro al viajero su situación
geográfica y la posición (30 Km dirección norte, hacia Francia) de la Junquera.
“Allí aparcan camiones de toda Europa", dice D. "Buscas uno con matrícula italiana y a ver si te lleva", explica.
El siciliano
asiente pero permanece tieso, pegado a la silla. Maldito sea. Y en eso, por
primera vez, el policía, que de vez en cuando ha controlado otros asuntos con los
compañeros que aciertan a pasar, abandona el despacho, se dirige a un recinto
donde tal vez guardan sus cosas, un diminuto almacén, y regresa enseguida.
“Vamos, ven,
que te voy a llevar hasta la Junquera”, informa casi contento. Así es como, por
fin, salimos del despacho donde el oficial investigador toma declaraciones y
redacta las denuncias. El siciliano dice que no lleva nada de comer en la mochila con el
enano (alcanzo a ver que tampoco lleva ropa, ni bultos raros).
Antes de abandonar
la comisaría, pasamos frente al lavabo público. El siciliano bendito por la madonna tal vez duro de mollera, solicitó
beber un poco de agua. No se ha quejado. No ha suplicado comida. Pobre y digno.
En la
ventanilla de recepción nos despide un mosso
del tamaño del armario victoriano antiguo y de caoba de mi madre. Cuando su
jefe le comenta risueño: “la señora se viene a la Junquera en la furgona” (El tratamiento de señora es un piropo, con
las pintas que llevo, pensé).
El mosso enorme que ocupa la recepción se
queda ampliamente conmigo. “Así que si te vas a llevar al muchacho a dormir a tu
casa”. Luego la emprende con la mierda de cuchillo. Me lo he ganado, vamos.
El juego dialéctico
termina con una caricatura de shuto por mi parte (mano en forma de espada)
mientras que el madero, medio rubio de bote, hace un ademán peliculero de
desenfundar su Walter de reglamento. Todo con un cristal blindado por medio,
claro. Buen rollo. (Espero que no lo hayan grabado. Al menos no aparecerá en YouTube.)
Que con
semejante mole de carne, según aconseja el maestro Gichin Funakoshi de la
venerable escuela Karate - do Kyohan, padre del Karate - do moderno, lo mejor
es evitar el enfrentamiento. Algo especialmente recomendado para las mujeres
practicantes. Nada de kumbite ni boberías a lo Bruce Lee. Nada de Matrix u
otros divertimentos.
En caso
extremo, desesperado, intentar clavarle el cuchillo digamos que en un ojo, al
agresor. (Como hizo Ulises con Polifemo). Pero las consecuencias, de no acertar
a la primera, pueden ser mortales de necesidad.
El cachondo
mental uniformado y yo nos despedimos. Pienso que su anatomía me vendría de
miedo si se dejara usar como makiwara
(poste de madera cubierto de paja, que como manda la tradición se utiliza para
golpear y así fortalecer puños y pies). A lo mejor hasta le gusta.
En la
comisaría de los Mossos de Catalunya
me lo he pasado bien. Mejor que una cena obligatoria con ejecutivos de la
industria farmacéutica. Al fin y al cabo, los maderos tienen mucho en común con
los científicos y los maestros de escuela: deberían ser creativos, curiosos, persistentes
y con sentido del humor, que con lo que les toca tragar, vamos.
Los/as policías
practican la ciencia más chunga posible. Con frecuencia van de culo. Si se equivocan, malo. Si no obtienen
resultados, peor. Nadie los recordará cuando estén muertos. Ni siquiera si les
pilla el asunto final obligatorio
en acto de servicio.
Al fin nos
subimos los tres en la furgona. (furgón
policial). El siciliano no ha dicho ni mú.
Me pregunto cómo habrá interpretado el italiano el numerito jocoso de despedida que hemos protagonizado el
mosso talla XXL y yo.
Si se marcha
con la idea de que en Catalunya las mujeres provocamos a los agentes en las
comisarías. O de que, presuntamente, intentamos ligar con posiciones Kihon (Karate
– do). O si, tal vez, nos ponen las Walter.
En fin, era
incapaz de aventurar lo que estaba pasando por el lento cerebro de aquel hijo
de la divina Italia. ¿Y si el tío era más listo que el hambre y había entendido
que se le tildaba de “empanado”, “corto”, “lelo”? ¿Y si tenía que haberme
llevado el siciliano al zulo, ayudarlo y prepararle un bocadillo para el
camino?.
¿No es soberbia
despreciar a una persona por su aspecto?. Debí copiar su dirección cuando revisé su documento de identidad. Pude
memorizar su teléfono. Yo que siempre llevo un cuaderno y un boli. Que lo
“registro” todo. Tal vez me hubiera retirado en Sicilia. Quién sabe si por
creída, he dejado pasar la oportunidad de mi puñetera vida.
Claro que el
tipo no era tonto. Cuando lo acompañaba a la comisaría de los mossos le dije que si en Sicilia todavía
estaba la mafia. El hombre me miró con dulzura. “Non la mafia e cui”, respondió. Menuda lección.
De regreso a
Figueres intercambio información con el policía D. Pero yo no comento ni mi
vida privada, ni mucho menos lo que hablo con otras personas. Aborrezco el
cotilleo. No figuro en Facebook. Soy algo borde.
Barrunto que el siciliano me
ha dado una lección que no alcanzo a comprender.
“En la vida
diaria cuerpo y mente han de entrenarse y desarrollarse en un espíritu de
humildad. En los momentos críticos se debe estar dedicado a la justicia”, dice
el maestro Funakoshi (1922).
Sí, el mosso investigador D. actuó como un ángel.
Y yo también, al menos para una torpe practicante de katas.
Agradezco a los Mossos/as de la Comisaría de Figueres la oportunidad de conocer de cerca su trabajo.
Comissaria Mossos D'esquadra Alt Empordà - Figueres
Ter, S/N
17600 FIGUERES, GIRONA
972541800
- Website
- http://www.gencat.cat
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