Hugo García
digital@juventudrebelde.cu
8 de Febrero del 2016 22:22:21 CDT
A la memoria de Magdalena Mora Herrera
PERICO, Matanzas.— Todo el mundo le decía Piyuya, Piyuya, Piyuya... Muy pocos la conocieron por su nombre. «Cuando niña la maestra no quería que me dijeran así porque era un mote que no se debía usar», comentó a JR, poco tiempo antes de morir, Magdalena Mora Herrera, quien falleciera este año siendo una defensora legítima de los gangá, cuyas últimas familias en Latinoamérica se localizan en este pueblo matancero.
Magdalena era una pequeña mujer que usaba el doble sentido y la picardía en su hablar. Era pura simpatía. Vestía con larga saya azul y una blusa blanca adornada en los hombros con tela de pequeños cuadros azules y blancos. No llevaba pulsos, ni aretes, ni anillos... A la sombra de los árboles del patio conocido como la selva de los gangá, con ambientación de obras escultóricas como máscaras, herrajes, pinturas y faroles del artista Alfredo Duquesne, hablamos con esta mujer que sintió con fuerza el aire combinado de la herencia y la tradición.
—¿Cómo recuerda su niñez?
—Nací en la casa gangá, señala hacia la vivienda de madera, semidestruida. También ahí nacieron mis hermanos Roberto y Leonor. Estudié en la escuela primaria de la carretera. Aún recuerdo a mis maestras María y Ernestina Barreto, y a Carmelina Hernández, que fueron muy buenas maestras.
«No pasé de sexto grado. Era enfermiza, todos los días tenía algo. Un día mi mamá me dijo que no fuera más a la escuela. En una ocasión hasta cogí el tifus.
«Bien pequeña conocí a la madrina que me bautizó y me enseñó el gangá, Florinda Diago. ¡Me gustaba un mundoooo! Mis hermanos se acostaban a dormir y yo seguía oyendo los cantos y viendo aquello.
«Tocaba junto con los hermanos de Florinda, que eran buenos tamborileros, y me ponía en el medio de ellos con una campana».
—Cuéntenos un poco más de Florinda...
—Era una persona sociable. No tenía una mala palabra para nadie. Los abuelos de ella vinieron de África con sus piedras, y en Santa Elena, cerca de aquí, acamparon como esclavos. Cuando les dieron la libertad, su abuela y su bisabuela vinieron para Perico. Su bisabuela, específicamente, fue la que trajo el gangá a Cuba. Según cuenta la historia, dicen que habitaban cerca del río Longo, en un pedacito de tierra de Sierra Leona.
Piyuya no tuvo hijos, solo sobrinos. Era delgada, con pelo canoso y dos insignificantes trencitas tejidas en la parte superior de su cabeza. Sus ojos, que vieron mucho en vida, mostraban un aro grisáceo alrededor de la retina. Su rostro sorteó aires fríos y calurosos, polvaredas, injusticias... Sus manos eran suaves, con uñas sin pintar, pero cuidadas.
«Estoy consagrada por el sindicado de la santería con la Virgen de Regla, Yemayá, hace más de 40 años. Pero nunca abandoné esto del gangá, que es mi raíz. Lo defenderé hasta que tome el camino sin regreso. Me hice santo, pero eso no me impidió seguir la tradición».
—Se dice que los gangá tienen sus misterios. ¿Cómo fue que usted aprendió algunos?
—Los gangá eran muy cuidadosos de los secretos. Por eso nunca me atreví a ir sin que me llamaran. Me sentaba en un sillón todos los días a encender las velas. Mi mamá les encendía una vela a los santos. Cuando le cantaban al santo yo participaba porque me gustaban los cantos, y mi mamá me decía que me acostara.
«Déjeme decirle que yo soy lucumí, pero sé de los gangá porque lo vi todo, crecí observando cómo hacían las ceremonias. Los hermanos de Florinda le decían “Déjala, que no está haciendo nada malo”. Aprovechaba y miraba todo. De la familia gangá no queda nadie que se sepa los cantos». El toque de santo gangá se reconoce porque es en tres partes: se comienza suavemente y va subiendo el ritmo.
«Deme un papel para que le ponga los nombres de los santos», me dijo resuelta. Y escribió en mi agenda, sin ponerse espejuelos, varias denominaciones: Elegguá, Ogún, Las Mercedes, Changó, La Caridad del Cobre, Yemayá y San Lázaro.
«A Elegguá es al primer santo que se le rinde culto. Gracias a Elvirita Fumero se han rescatado muchos cantos».
—Por lo que veo, aquí se sigue asumiendo la tradición...
—Ángela Pérez, dice bien desenfadada y coloquial, en señal de confirmación.
«Por nada del mundo se puede perder. Pudiera peligrar el futuro de esta tradición, pero mientras haya uno que tenga fe no desaparecerá. Al morir Florinda se quedó el nieto que ella crió; realmente han venido muchas personas a interesarse por los cantos de los gangá».
—¿Cómo le gustaría que la recordaran?
—Muy sencillo: que cuando llegue el 17 de diciembre, digan: «Ese canto lo entonaba Piyuya».
Cantar, bailar, tocar.
Los gangá, término aplicado a diversas tribus de la cultura mandinga, tuvieron gran representación en la población esclava del siglo XIX en Cuba. Pero la accesibilidad limitada de sus prácticas a familiares y amigos cercanos condicionó la disolución de sus cabildos, excepto una etnia de afrodescendientes que vive en este pueblo matancero.
Fueron traídos a Cuba como esclavos desde lo que hoy es Sierra Leona, dentro de la región del Dahomey. En dicho lugar el santo más venerado era el que los yorubas llaman Babalú Ayé y los gangá llaman Yebbé. Tras el proceso sincrético que tuvieron que llevar a cabo los esclavos para venerar a sus deidades sin que los españoles les reprimiesen, Yebbé se sincretizó como San Lázaro.
El 17 de diciembre, día de este santo, es la única fecha del año en que los tambores gangá suenan, y solo se escuchan en Perico, porque se trata de la última familia gangá que queda en Latinoamérica. Ese día cantan, tocan, bailan, comen, beben y hacen ofrendas a Yebbé.
La religión gangá es netamente familiar, pasando de padres a hijos. Las mujeres eran las principales oficiantes del culto gangá. Vivían en matriarcado y sus características tribales consistían en: cara rayada, orejas agujereadas con argollas de alambre, dos rayas en el brazo derecho y los dientes mellados.
Los gangá de Sierra Leona, con Elvira Fumero (a la izquierda). Foto: Cortesía del grupo Gangá Longobá.
La visita a Sierra Leona
La matancera Elvira Fumero, con 23 años en el grupo Gangá Longobá, preservador de la cultura de esta etnia en el país, tuvo la oportunidad de visitar una remota aldea en Sierra Leona y recuerda para JR aquel pasaje trascendental en su vida: «Viven solo alrededor de 400 personas, en condiciones precarias, sin agua potable ni electricidad. Lavan y se bañan en un río. La aldea se llama Mokpangumba. El dialecto es bantá; allí se come con mucho picante, y se siembran frijoles, ñame, plátano, boniato y arroz para subsistir. Es increíble cómo coincidían nuestras letras y ritmos con los de ellos.
«Una etnóloga de la Universidad de Sidney, la Doctora Emma Christopher, viajó por Nigeria y otras naciones africanas llevando grabaciones de cantos antiguos, y se sorprendió cuando en esta aldea sus pobladores reconocieron las canciones nuestras».
La académica australiana dedicó dos años a mostrar las canciones y bailes del grupo Gangá Longobá, de Perico, a numerosas personas en Sierra Leona, hasta que un día un hombre exclamó lleno de júbilo: «¡They are we! (¡Somos nosotros!)». Emma Christopher compartió sus descubrimientos con los Gangá Longobá de Perico.
«En mi viaje yo canté y ellos respondieron bailando y cantando; eso me impresionó y me aportó mucho conocer sus cantos. Es increíble cómo ellos y nosotros cantábamos al unísono Ae, ae, ae… yumbo, yamba… Ae, ae, ae… yumbo, yamba… como si lo hubiésemos ensayado antes», rememora Elvira y explica que dicho estribillo se refiere a una hierba que se emplea para curar la conjuntivitis, la malaria o la gripe.
Nota: Para la realización de este trabajo se consultó el libro Los Gangá en Cuba, de Alessandra Basso Ortiz.
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Magdalena Mora, «Piyuya», será recordada siempre como una defensora de la cultura gangá. Foto: Hugo García
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8 de Febrero del 2016 22:22:21 CDT
A la memoria de Magdalena Mora Herrera
PERICO, Matanzas.— Todo el mundo le decía Piyuya, Piyuya, Piyuya... Muy pocos la conocieron por su nombre. «Cuando niña la maestra no quería que me dijeran así porque era un mote que no se debía usar», comentó a JR, poco tiempo antes de morir, Magdalena Mora Herrera, quien falleciera este año siendo una defensora legítima de los gangá, cuyas últimas familias en Latinoamérica se localizan en este pueblo matancero.
Magdalena era una pequeña mujer que usaba el doble sentido y la picardía en su hablar. Era pura simpatía. Vestía con larga saya azul y una blusa blanca adornada en los hombros con tela de pequeños cuadros azules y blancos. No llevaba pulsos, ni aretes, ni anillos... A la sombra de los árboles del patio conocido como la selva de los gangá, con ambientación de obras escultóricas como máscaras, herrajes, pinturas y faroles del artista Alfredo Duquesne, hablamos con esta mujer que sintió con fuerza el aire combinado de la herencia y la tradición.
—¿Cómo recuerda su niñez?
—Nací en la casa gangá, señala hacia la vivienda de madera, semidestruida. También ahí nacieron mis hermanos Roberto y Leonor. Estudié en la escuela primaria de la carretera. Aún recuerdo a mis maestras María y Ernestina Barreto, y a Carmelina Hernández, que fueron muy buenas maestras.
«No pasé de sexto grado. Era enfermiza, todos los días tenía algo. Un día mi mamá me dijo que no fuera más a la escuela. En una ocasión hasta cogí el tifus.
«Bien pequeña conocí a la madrina que me bautizó y me enseñó el gangá, Florinda Diago. ¡Me gustaba un mundoooo! Mis hermanos se acostaban a dormir y yo seguía oyendo los cantos y viendo aquello.
«Tocaba junto con los hermanos de Florinda, que eran buenos tamborileros, y me ponía en el medio de ellos con una campana».
—Cuéntenos un poco más de Florinda...
—Era una persona sociable. No tenía una mala palabra para nadie. Los abuelos de ella vinieron de África con sus piedras, y en Santa Elena, cerca de aquí, acamparon como esclavos. Cuando les dieron la libertad, su abuela y su bisabuela vinieron para Perico. Su bisabuela, específicamente, fue la que trajo el gangá a Cuba. Según cuenta la historia, dicen que habitaban cerca del río Longo, en un pedacito de tierra de Sierra Leona.
Piyuya no tuvo hijos, solo sobrinos. Era delgada, con pelo canoso y dos insignificantes trencitas tejidas en la parte superior de su cabeza. Sus ojos, que vieron mucho en vida, mostraban un aro grisáceo alrededor de la retina. Su rostro sorteó aires fríos y calurosos, polvaredas, injusticias... Sus manos eran suaves, con uñas sin pintar, pero cuidadas.
«Estoy consagrada por el sindicado de la santería con la Virgen de Regla, Yemayá, hace más de 40 años. Pero nunca abandoné esto del gangá, que es mi raíz. Lo defenderé hasta que tome el camino sin regreso. Me hice santo, pero eso no me impidió seguir la tradición».
—Se dice que los gangá tienen sus misterios. ¿Cómo fue que usted aprendió algunos?
—Los gangá eran muy cuidadosos de los secretos. Por eso nunca me atreví a ir sin que me llamaran. Me sentaba en un sillón todos los días a encender las velas. Mi mamá les encendía una vela a los santos. Cuando le cantaban al santo yo participaba porque me gustaban los cantos, y mi mamá me decía que me acostara.
«Déjeme decirle que yo soy lucumí, pero sé de los gangá porque lo vi todo, crecí observando cómo hacían las ceremonias. Los hermanos de Florinda le decían “Déjala, que no está haciendo nada malo”. Aprovechaba y miraba todo. De la familia gangá no queda nadie que se sepa los cantos». El toque de santo gangá se reconoce porque es en tres partes: se comienza suavemente y va subiendo el ritmo.
«Deme un papel para que le ponga los nombres de los santos», me dijo resuelta. Y escribió en mi agenda, sin ponerse espejuelos, varias denominaciones: Elegguá, Ogún, Las Mercedes, Changó, La Caridad del Cobre, Yemayá y San Lázaro.
«A Elegguá es al primer santo que se le rinde culto. Gracias a Elvirita Fumero se han rescatado muchos cantos».
—Por lo que veo, aquí se sigue asumiendo la tradición...
—Ángela Pérez, dice bien desenfadada y coloquial, en señal de confirmación.
«Por nada del mundo se puede perder. Pudiera peligrar el futuro de esta tradición, pero mientras haya uno que tenga fe no desaparecerá. Al morir Florinda se quedó el nieto que ella crió; realmente han venido muchas personas a interesarse por los cantos de los gangá».
—¿Cómo le gustaría que la recordaran?
—Muy sencillo: que cuando llegue el 17 de diciembre, digan: «Ese canto lo entonaba Piyuya».
Cantar, bailar, tocar.
Los gangá, término aplicado a diversas tribus de la cultura mandinga, tuvieron gran representación en la población esclava del siglo XIX en Cuba. Pero la accesibilidad limitada de sus prácticas a familiares y amigos cercanos condicionó la disolución de sus cabildos, excepto una etnia de afrodescendientes que vive en este pueblo matancero.
Fueron traídos a Cuba como esclavos desde lo que hoy es Sierra Leona, dentro de la región del Dahomey. En dicho lugar el santo más venerado era el que los yorubas llaman Babalú Ayé y los gangá llaman Yebbé. Tras el proceso sincrético que tuvieron que llevar a cabo los esclavos para venerar a sus deidades sin que los españoles les reprimiesen, Yebbé se sincretizó como San Lázaro.
El 17 de diciembre, día de este santo, es la única fecha del año en que los tambores gangá suenan, y solo se escuchan en Perico, porque se trata de la última familia gangá que queda en Latinoamérica. Ese día cantan, tocan, bailan, comen, beben y hacen ofrendas a Yebbé.
La religión gangá es netamente familiar, pasando de padres a hijos. Las mujeres eran las principales oficiantes del culto gangá. Vivían en matriarcado y sus características tribales consistían en: cara rayada, orejas agujereadas con argollas de alambre, dos rayas en el brazo derecho y los dientes mellados.
Los gangá de Sierra Leona, con Elvira Fumero (a la izquierda). Foto: Cortesía del grupo Gangá Longobá.
La visita a Sierra Leona
La matancera Elvira Fumero, con 23 años en el grupo Gangá Longobá, preservador de la cultura de esta etnia en el país, tuvo la oportunidad de visitar una remota aldea en Sierra Leona y recuerda para JR aquel pasaje trascendental en su vida: «Viven solo alrededor de 400 personas, en condiciones precarias, sin agua potable ni electricidad. Lavan y se bañan en un río. La aldea se llama Mokpangumba. El dialecto es bantá; allí se come con mucho picante, y se siembran frijoles, ñame, plátano, boniato y arroz para subsistir. Es increíble cómo coincidían nuestras letras y ritmos con los de ellos.
«Una etnóloga de la Universidad de Sidney, la Doctora Emma Christopher, viajó por Nigeria y otras naciones africanas llevando grabaciones de cantos antiguos, y se sorprendió cuando en esta aldea sus pobladores reconocieron las canciones nuestras».
La académica australiana dedicó dos años a mostrar las canciones y bailes del grupo Gangá Longobá, de Perico, a numerosas personas en Sierra Leona, hasta que un día un hombre exclamó lleno de júbilo: «¡They are we! (¡Somos nosotros!)». Emma Christopher compartió sus descubrimientos con los Gangá Longobá de Perico.
«En mi viaje yo canté y ellos respondieron bailando y cantando; eso me impresionó y me aportó mucho conocer sus cantos. Es increíble cómo ellos y nosotros cantábamos al unísono Ae, ae, ae… yumbo, yamba… Ae, ae, ae… yumbo, yamba… como si lo hubiésemos ensayado antes», rememora Elvira y explica que dicho estribillo se refiere a una hierba que se emplea para curar la conjuntivitis, la malaria o la gripe.
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