La primera vez que me encontré con Aleida March tenía 7 años, y junto con toda una horda de chiquillos vocigleros perseguíamos a “los barbudos”, “los rebeldes”, que acababan de salir triunfantes de la lucha guerrillera dirigida por Fidel Castro. Recuerdo una muchacha de rostro dulce, cabello castaño claro, que vestía falda negra y blusa roja. Los niños pensábamos que era la novia, secretaria o algo así, del comandante argentino tan desastrado como maloliente, pero con los ojos más bonitos del mundo. Esa tarde dio la casualidad que coincidí con Aleida March en el aseo de señoras. Y se me ocurrió regalarle una diadema de imitación de carey que llevaba. Ella me lo agradeció con una amplia sonrisa y se la colocó enseguida.
Luego la vería muchas veces cuando visitaba a su querida amiga, combatiente del 26 de julio, Lolita Rosell.
Aleida March, siendo ya la esposa del Che, siempre se mantuvo en una posición discreta y absolutamente celosa de su intimidad (y de su relación personal con el Che). Por eso resulta tan valioso el presente relato autobiográfico. Severo, contenido, tierno, en el que March ha puesto mucho de ella conservando un enorme pudor. Sin duda resulta un complemento para quienes deseen acercarse a la personalidad de Ernesto Guevara y ya conozcan otras biografías.
Aleida March escogió vivir una verdadera aventura sentimental como compañera del padre de sus cuatro hijos.
En un librito modesto y ameno, no faltan lances rocambolescos, encuentros y desencuentros en lugares secretos, avatares dignos de una buena película de espías. Y hay amor del bueno. Hasta que llegó la última despedida.
Pero Aleida March se negó a convertirse en la viuda lacrimosa del héroe caído. Siguió adelante con su familia numerosa. Activa en su profesión de historiadora. Y tal vez esa actitud marca también el presente texto, donde queda lugar para el optimismo.
Gracias Aleida por compartir una parte de tu vida.
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