- "Me van a matar"- dice él, sin descubrir quién o
quiénes lo amenazan. Así que de momento
los posibles perpetradores quedan
a merced de mi florida imaginación. El triste trance ocurre entre tres días de
fiesta. Del viernes 26 de abril al primero de mayo, que cae lunes. Hoy es
jueves 25 de abril de 1986. Estamos en el Parque del Retiro.
Él es mi marido, el padre de mi única hija. Pero ahora
es sólo un tipo grande, tirando a ancho, con casi dos metros de envergadura,
que afirma que lo van a matar. Lo hace entre lágrimas negras (como mi viiida),
lagrimones discontinuos, acompañados de moqueo vacilante.
Tiene cincuenta años, muy viajados por Europa, Rusia soviética, y los dichosos
países del campo socialista. Con alguna que otra breve incursión por América Latina. Él ha tenido la oportunidad
de visitar países que yo imagino como un gran mural entre pop y Diego Rivera. Sueño
territorios plagados de curas justicieros, narcos, guerrilleros barbudos y
románticos, etarras montañeros, poetas diciochescos, quilapayunes, quenas,
soroches, chiles, cochayuyos, teólogos, tupamaros o putumayos, y otros especímenes
innombrables. Y no comprendo cómo soy capaz de recrearme en tan disparatada evocación americana. Me atenaza un problema real. Aquí y ahora.
Son las once de
la mañana, me digo. Tengo que pensar,
repito, mientras mis neuronas amenazan con estallar en constelaciones
dispersas. Porque, si pienso que tengo que pensar, ¿entonces qué hago en este instante?. Existo, sólo existo. Voy por ahí conmigo. Con
mi ADN a cuestas. Tal vez he dado
con la clave de la meditación
trascendental. Me pienso como materia pensante que se piensa. Semejante cacao
neuronal me sobrepasa. Decido moverme. No se me ocurre nada mejor que andar por
el parque.
- No vayas
lejos, advierte él con esa cara de
angustia que no termina por provocarme compasión. Respondo que está
bien, que se esté tranquilo, que no se preocupe, y me marcho cuanto antes.
Emprendo la décima vuelta en torno al estanque del
Parque del Buen Retiro. Miro las barcas,
y los paseantes con perros y niños. Ahí
está la señora andrajosa alimentando con migas a las palomas. Aves sanguinarias, y nada pacíficas. Reductos
de dinosaurios con buena imagen. Veo una
familia feliz arrastrando un cochecito. Estoy ante un dilema. Y lo mejor que se
me ocurre es consultar a una cartomántica.
- Chhheeé, que karma tenés- dice la adivina, y pide
dos mil por el ala. A ti te pasa algo muy fuerte ché. Vos estás cargada de
energía. Tenés un aura que espanta, añade ella muy docta. Negocio que por mil
quinientas haga una predicción energética más precisa. Acepta descubrirme el
arcano por mil quinientas pesetas en honor de la improbable afinidad
continental que nos debería unir.
Yo no soy de
ninguna parte, pienso. Paso de tambores, maracas, y bongoes, panderos,
castañuelas, o quenas autóctonas de cualquier sitio. Pero bueno, la cartomántica, cuya
especialidad es el tarot, pregunta que de que sabor quiero el mensaje del más
allá. Me entero que hay cuatro formas de echar las cartas. Es mi primera
experiencia adivinatoria.
-Tú sabrás- digo.
Ella manipula el mazo de cartas muy manoseado pero
bastante limpio. Lo corta y reparte en varias pilas, y dice que escoja, y descubra las cartas. Lo
hago, y a la vista de las figuras la argentina, porteña ella, se explaya en un
discurso digno de un congreso latinoamericano de cartománticas del altiplano.
Desde su cátedra mínima, cuenta la historia de una
mujer hermosa y tranquila que, dice ella,
abre con sus manos las fauces de un león.
- Sometiéndole a su poder- afirma mirándome fijo.
Explica la argentina que la mujer lleva un sombrero
con la forma del signo matemático del infinito. Asegura que semejante tocado
representa la fusión de lo mental con lo físico.
-Jolín, si que
voy fina con el infinito por montera. Así no se llega a ninguna parte en un
universo finito, temporal, de andar por
casa, como es el mío- pienso. Y desisto de continuar escuchando el tratado de
futurología porteña que se me ofrece por el mismo módico precio. Agradezco el
pronóstico reservado, que prevé nubes y claros. Pago, y me despido. La
futuróloga se me queda mirando con expresión profunda de argentina cartomántica del Parque del Retiro.
Recorro el paseo como un zombi haitiano. Que sólo la
acción confirma a la materia pensante. No es
de Groucho ni de Karl. Se me ha ocurrido a mí. A mí, que escribí una
tesis con más de cien inútiles páginas sobre la neurosecreción de una fútil
polilla de nombre Spodoptera frugiperda. La pobre S. frugiperda, que hace todo
lo que tiene que hacer en quince miserables días, y después muere. Casi siempre
entre movimientos con el abdomen, espasmódicos o lúbricos, según quién los mire.
Sigue, sigue, sigue, así, así, lo estas haciendo muy bien, muy bien, y arroja millones de huevos de los que saldrán
millones de nuevas S. frugiperdas, que harán lo mismo.
Pero qué S. frugiperda ni S. frugiperda. Quiero reflexionar. No me valen ni el realismo
mágico de García Márquez, ni la
Crítica de la
Razón Pura, ni el Discurso del Método. Doy otra vuelta
alrededor del estanque y regreso al banco de piedra donde reposa él. Por
fortuna se le han secado las lágrimas.
Ahora tiene cara de cansancio, y propone que vayamos
a tomar algo en el chiringuito de la otra parte. Respondo que está bien. Y me
entretengo en contemplar como se deslizan las barcas por el estanque. Como si
fuera domingo. Cuando uno sale a pasear, y apenas nota como pasa el tiempo
hasta que se da cuenta de que ya es hora
de comer. Entonces pliegas el periódico, recoges los suplementos, el horóscopo,
el cuadernillo infantil, y tiras el anuncio del banco Hispano en una papelera
municipal.
Cuán confusa, aturdida y transververada, estoy
(Ayúdame Teresa, querida). Que no recuerdo ni quien soy, ni cómo me llamo. Pero
entonces ocurre algo anormal. Descubro todos los colores del arco iris en esa
luz cegadora que desdibuja su cara. Cada trozo de imagen se aleja como una
galaxia en busca de su gran atractor. Escucho una detonación, y luego un gran
estruendo. Lo seguiré oyendo una y otra vez.
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